Estación Terminus: Una reina en el Palace

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A Antonio Carnera, artífice del original,
y a AP-R, por ponerlo a mi alcance


Compartir una suite en el Palace es algo que todo el mundo debería hacer alguna vez en su vida. Hacerlo con una mujer como la que está tendida delante de mí, es un lujo divino.

En el año 1959 la reputación de una señora sólo respeta las puertas de los hoteles caros, y, únicamente en ellos, la fría dama se convierte en amante ardiente.

Debo decir que aún soy un hombre joven y —aunque peque de inmodestia— conservo una buena planta.
He conocido señoritas —y señoras— en muchos hoteles de provincias. Mujeres con clase y sin ella, apasionadas y gélidas, románticas y salvajes... Pero una verdadera dama de la Capital, con modales aristocráticos y un aura de dignidad innata a su alrededor, es un plato especialmente exquisito.

Alquilé la suite ayer.

Tras darme un baño caliente, pedí un abundante almuerzo que disfruté con deleite en la habitación, como un emperador romano —he de admitir que en el Palace, la comida es casi tan lujosa como la decoración—. Unas horas después, me vestí con mi elegante traje azul y mi corbata de seda. La camisa tan almidonada que hasta Quasimodo caminaría recto enfundado en ella. El pelo, engominado y bien peinado hacia atrás. El rostro perfectamente afeitado y unas gotas de perfume francés. Me miré en el espejo, colocándome las solapas de la chaqueta, y sonreí satisfecho. Parecía un verdadero gentleman.

Salí del hotel camino de Pasapoga. Según sabía, allí estaban las mejores hembras de todo Madrid, bailando mambo y pasodoble cada sábado, soñando con encontrar un hombre que pudiera estar a su altura.

La sala de fiestas estaba repleta aquella tarde y, después de sonreír a algún rostro que lo merecía, pedí un vaso de güisqui con hielo y me acomodé en la barra, como un depredador eligiendo la próxima presa.
No fue fácil decidir.
Quizás fue su modo de bailar el son cubano lo que me convenció. Puede que fuera su sonrisa trasparente o, talvez, el modo de bajar su vista cuando, casualmente, se cruzó con la mía. Apuré la copa y di comienzo al ritual acostumbrado.

—¿Me permite este baile, señorita?

Y la señorita que no se negó.

Dos rumbas, tres boleros y la retahíla habitual de «Carmela; bonito nombre», «¿qué hace una mujer como tú en un sitio como este? Bombón solitario», «yo enviudé muy joven... mi fortuna sólo sirve para recordarme mi soledad» y «a ti te tenía yo como a una reina».

Y tras colocar el cebo, tirar el anzuelo:

—Los hechos hablan mejor que las palabras. Mañana mismo te voy a comprar un collar de diamantes. ¿O un abrigo de visón? ¿Qué prefieres?

La chorba que no se lo acababa de creer y me miraba de hito en hito.

—Que no. Que me tomas el pelo. Que yo no soy tan ingenua.

Los acordes de «La Cumparsita» llegaron en mi ayuda. Agarrando su cintura y aproximando su cuerpo al mío, en un anuncio de lo que habría de llegar, noté —como tantas veces— que el pez había picado y me aseguré de sacarlo del agua sin romper el sedal.

—Que no, corazón, que hablo muy en serio; que yo tengo los billetes por castigo y que mañana te espero en la mejor peletería de tó Madrí.

El ritmo ardiente del tango hizo el resto.

Algo más tarde, me fui al hotel para disfrutar de una buena cena en la suite y descansar hasta el día siguiente. Como un rajá.


En la puerta de la exclusiva peletería del barrio Salamanca, la gachí aún me miraba con incredulidad. Tuvimos que entrar al comercio para que desaparecieran sus dudas.

—No te preocupes por el precio, elige el que más te guste. O el más caro, si te cuesta decidir.

El dependiente, solícito, venga a enseñar abrigos; ella, ilusionada como una niña en navidad, probándose todos.
«¿Y dice que esto es astracán? ¿No tiene zorro blanco? Me gusta ese de nutria canadiense, pero el visón es el visón... »
Casi media hora después, eligió el primero que se había probado. En efecto, el más caro.

A la hora de pagar, palpé el interior de la chaqueta y registré los bolsillos de mi gabardina.

—Vaya, caballero, lo siento de veras, pero creo que olvidé mi talonario en el hotel al cambiarme de traje. ¿Sería mucha molestia para ustedes llevar el abrigo al Palace esta tarde?

—Por supuesto que no, señor. ¿A qué hora prefiere que se lo entreguemos?

—Alrededor de las seis estará bien. Habitación quinientos catorce. Señor de la Fuente. Gracias, son ustedes muy amables.


Apenas era la una del mediodía, así que dimos un tranquilo paseo hasta el hotel y, una vez allí, persuadí a la dama para compartir marisco y champagne en mi suite, a la espera del visón.

Me ahorraré los detalles, pero pueden imaginar que durante las cuatro horas siguientes disfrutamos de algo más que del excelente menú.

Ahora estoy de pie, observando su cuerpo desnudo sobre la cama, y no acabo de creerme que el destino haya puesto este manjar en mis manos. Una mujer única, sin duda. Sus curvas pueden hacer perder la razón al más cuerdo y su piel es tan sensual como su voz. Su pasión bajo la luz tenue contrasta con la elegancia que respira por cada poro. Abre un ojo, somnolienta, y me mira sonriendo mientras se despereza.

—¿Qué haces vestido? ¿Adónde vas?

—Traerán el abrigo de un momento a otro. Voy a bajar a la caja del hotel a por el dinero; nunca dejo nada valioso en la habitación, los hoteles son lugares poco seguros contra los ladrones.

—Bien, comprendo... No tardes, mi amor.

—Descuida, reina.

Un beso y una puerta que se cierra.

Entro en al ascensor e indico la planta baja al ascensorista.
Realmente es una mujer de bandera, no puedo negarlo. Tanta perfección no se encuentra habitualmente concentrada en una persona. En verdad, merecería ser una reina.

Lástima que yo no sea un rey, ni pueda comprarle un palacio...

Ni siquiera puedo pagar la cama que hemos compartido, ni el marisco, ni el Moët & Chandon, ni el abrigo de visón, ni las rosas rojas que —soy un romántico— he pedido que le suban a la habitación, antes de salir, silbando, optimista ante la perspectiva de otra prometedora tarde madrileña.

6 comentarios:

JUAN PAN GARCÍA dijo...

Muy bueno, Terminus. El tema del falso millonario que deja las facturas sin pagar ya está algo explotado y por eso se adivina el final, pero tu relato me ha resultado muy ameno. Muy bien redactado, como haces siempre que escribes. Te lo dije ya una vez: tienes un futuro prometedor en las letras.Saludos.



Anónimo dijo...

Juassss! divertido, ameno, cautivante...aunque no deberías haberte ahorrado "esos" detalles. Hasta siendo un canalla, resultas perfectamente creíble. Y le está bien empleado por otra parte por ser una amante de abrigos de pieles de animales.

Ojalá un día pueda verte publicado en el escaparate de una librería.

Besos.



Terminus dijo...

Hola, Juan:

Este caso es totalmente real.
Ese mundillo de trileros y pequeños timadores en el que se inspiraban las películas de Tony Leblanc y Pepe Isbert, que eran artistas de lo suyo, e, incluso, lograban ser simpáticos.
El objeto de la artimaña del texto no era tanto el de dejar las facturas impagadas como el de correrse una juerga por la cara. Por lo que sé, don Antonio recurría al truco bastante a menudo.

Gracias por los ánimos, Juan. Me gustaría creer que lo dices pudiera ser cierto algún día...
Saludos



Terminus dijo...

Gracias, Inma.

Pretende ser divertido y un poco canalla, efectivamente.
«Hasta siendo un canalla, resultas perfectamente creíble...» Jajaj No añadiré nada a eso. ;)
Imagino que a ella le parecería más canalla que simpático. La mujer pasaría un mal rato...

Me gustaría soñar con lo que dices, como le he dicho a Juan, pero la experiencia me ha atado un pie a tierra.
Aunque te lo agradezco mucho, claro.
Un abrazo



La Hija de Zeus dijo...

Excelente relato, me gusta como escribes..
Este estafador se llevo algo mucho más importante que el dinero..



Terminus dijo...

Muchas gracias, Zeusita:
Creo que para el dinero tenía otros recursos no menos ingeniosos.
Un cabronazo con alma de artista (o viceversa...)
Un abrazo.



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