Estación Terminus: El espejo de Peter Pan

PostHeaderIcon El espejo de Peter Pan

Quiero, antes que nada y rompiendo las (malas) costumbres, dirigirme a vosotros, los que habitualmente visitáis este blog (bitácora, o lo que sea), para daros a todos, sin excepción, a los que comentáis y a los que leéis en silencio, mi más sincero agradecimiento.
Tengo que confesar que en estas últimas semanas, muy a mi pesar y por diferentes motivos (entre ellos, la falta de tiempo para sentarme a escribir), he estado tentado a dar por finalizado el trayecto, y clausurar esta Estación Terminus. Finalmente he decidido, sin embargo y pese a todos esos motivos, no hacerlo por el momento. Y la razón es, sois, claro, vosotros.
Quien aquí escribe aprecia en lo que vale cada uno de los minutos que le habéis dedicado a este rincón durante su ya (parece mentira) largo año de existencia. Gracias, sobre todo, por vuestra paciencia.


Terminus.


Este relato lo escribí meses atrás y, aunque no fue escrito para este blog, quisiera compartirlo ahora con vosotros. Sabe, quien me conoce, que rara vez estoy del todo satisfecho con lo que escribo; a pesar de ello, por motivos que reconozco subjetivos y con las debidas reservas, admitiré que es uno de mis preferidos.

Ahí os lo dejo.



Eran mediados de agosto en Nunca Jamás y hacía mucho calor. Aunque a lo lejos amenazaban nubarrones de tormenta, el sol caía aún con fuerza y sin prisa sobre nuestras cabezas. Teníamos las camisetas pegadas a la piel, empapadas, y corríamos tras un balón de cuero en el descampado, detrás de la Iglesia. ¡A Morales, a Morales, que está solo! ¡Pero cómo eres tan malo! La portería eran dos piedras y un ladrillo roto. El larguero estaba a la altura de nuestra imaginación. Fuera, fuera. ¿Pero qué dices? ¡Ha sido alta! Las chavalas habían llegado y nos observaban desde la tapia mientras comían sus helados de fresa. El nivel de la competición había aumentado. Chuta, chuta. ¡Falta! ¡De eso nada! A Sánchez le sangraban las rodillas pero no quería llorar y hacía muecas mientras se aguantaba el dolor y el orgullo apretando las muelas. Don Isidro se asomaba de cuando en cuando a la ventana de su despacho, sobre la sacristía, para que no diésemos balonazos a la pared de la iglesia, y todos poníamos cara de niños mártires y asentíamos, hasta que desaparecía y Humberto sacaba el córner y nos olvidábamos de la religión hasta la misa del domingo o hasta que el cura volviera a aparecer enmarcado en su ventana.¡Gol, gool! ¡Estaba en fuera de juego! ¡La ha tocado con la mano! Nos peleábamos en corro hasta que Christian, o Pardo, o alguien, ponía el balón en el centro del campo y sacaba con en ceño fruncido, como diciendo os vais a enterar ahora.
Cuando la pelota saltó la tapia y cayó en el prado del Zurdo perdíamos cinco a tres. A suertes. Cara. Cruz. Y el Zurdo debía de estar durmiendo la siesta porque no salió de la casa dando gritos, ni amenazándome con el azadón por pisarle el sembrado o por robarle las peras de su peral. Y creo que Lucía me sonrió cuando pateé el balón hasta el descampado.

Las nubes grises, al fin, oscurecieron el sol y estalló la tormenta. Todos salimos corriendo hacia el cobertizo de Lucas, el Panojo, que llegó el primero. Cuando quería, corría más que nadie, el Panojo. ¡Hemos ganado nosotros! ¡No era penalti! ¡Hala venga, hombre! ¡El último gol no ha sido! ¡Y vosotros teníais a Morales y a Pardo! A las chicas se les había desparramado el helado con la carrera y lo remediaban como podían. Rosa, que ya no usaba camisetas de niña, ofreció un poco a Ortiz que se puso muy rojo. Se sentó a su lado y todos sonreímos. Y con el primer relámpago saltamos de nuestros asientos; todos menos ellos dos, que siguieron sonriendo mientras se les derretía el helado entre las manos. Lucía, sin embargo, comía el suyo como si tal cosa. Sin darse cuenta de mí.

El techo eran unos tablones apolillados y el agua se filtraba por mil goteras sobre nuestras cabezas y sobre las azadas, los rastrillos, palas, yugos, y bicicletas amputadas, corroídas por el óxido, y radios antiguas, y un gramófono mudo, cubierto de polvo y telarañas; y muebles, y herramientas, y cuadros de señores muy serios con marcos de madera bañados en pan de oro.

¿A qué jugamos? ¡Eso es un rollo!

Entonces Mar Robles, que contaba historias como nadie con su voz dulce y misteriosa, nos dijo que si conocíamos la de Rosaura la Loca y todos contestamos que no. Y por lo visto, hacía cien años o más, en la casa vieja que está junto al bar de Doña Juana vivía una señora que enloqueció mientras esperaba que su marido regresara de la guerra. Y pasó mucho tiempo antes de que volviera, tan envejecido y enfermo y lisiado que ella no pudo reconocerle. Así que, una noche, mientras él y sus dos pequeños dormían en sus camas, ella incendió la casa con una lámpara de aceite y los cuatro ardieron y se convirtieron en espíritus que rondaban la entrada del pueblo, congelando de miedo con sus lamentos a los forasteros la noche del doce de agosto, que era hoy.

Y Christian se reía y decía que eso eran tonterías. Y Ortiz que a él le habían contado que los lobos que bajaban del Monte de la Sal y se comían los conejos y las ovejas eran, en realidad, vampiros que se ocultaban en las cuevas transformados en murciélagos, y que por eso los granjeros nunca los encontraban cuando atravesaban el Monte en su busca con las escopetas y los perros.

Al rato nos organizábamos para ir cazar vampiros al Monte de la Sal. Y hablábamos de fantasmas de familiares que salían de sus tumbas en mitad de la noche para sentarse a los pies de tu cama, y se quedaban allí, sonriendo y observándote. Y de esqueletos sin nombre que alguien decía haber visto bajo el suelo de la iglesia y que seguramente serían niños y que por eso a don Isidro le molestaba tanto que jugáramos al fútbol en el descampado. Y Sonia, la Flaca, que siempre estaba muy pálida, temblaba y pedía que jugáramos a otra cosa. Y gritaba como una gaviota herida cuando el Panojo, que había salido sin que ella lo viera, hizo retumbar el tejado del cobertizo con una piedra, justo en el momento en el que Lucifer y el Conde Drácula —a petición solemne de Pardo— iban a hacernos una señal que demostrara su presencia en el cobertizo de Lucas.

No sé si fue Humberto, o Raúl Fuentes, o Sánchez, el que se alejó hacia el fondo del cobertizo, y poco importa. ¡Eh! ¡No me reflejo! ¡Mirad, mirad! Aquello, por extraño que nos pareciera entonces, resultó ser cierto. El viejo espejo, más alto que cualquiera de nosotros, rayado, sucio, con su ancho marco dorado de filigrana, enmohecido sin piedad por el tiempo, y en el que solíamos mirarnos con la esperanza de vernos brotar el bigote, era ahora negro como los ojos de Lucía y la sotana de don Isidro. Oscuro, como el horizonte en una noche de agosto sin luna. Nos acercamos, todos, con mayor o menor curiosidad pero atraídos sin excepción por aquella superficie incierta; y estuvimos allí durante un buen rato, codo con codo, unidos delante de aquel espejo en el que no nos podíamos ver. Hasta que alguien, Ortiz, o Morales, o Mar Robles, o yo mismo, se dio cuenta de que en realidad dentro del marco no había un cristal negro, sino un hueco. Una entrada. Oscuridad y silencio. Una promesa tenebrosa. El comienzo de un camino hacia alguna parte. O no. Sólo un hueco.

Rosa, quizás porque ya no usaba camisetas de niña, fue la primera. Y Ortiz se vio obligado a ir tras sus pasos. Luego fueron Joaquín y Lucas, el Panojo. Y les siguieron Sánchez y Morales, y Christian, y Humberto... Afuera, un rayo más, un trueno cercano. Los trastos se golpeaban entre sí bajo el resplandor de la tormenta. La lluvia caía sobre las maderas del techo y cubría el suelo de charcos. Llovía con fuerza y en pretérito perfecto. Arreciaba. Vi a Lucía cruzar el umbral del espejo seguida de Sonia, la Flaca, y entonces me decidí. También yo atravesé el marco tallado.

Escuchaba, distorsionadas por la distancia, aquellas voces familiares mientras intentaba seguir sus pasos en la negrura del camino. Fueron alejándose. Fueron haciéndoseme ajenas. En la oscuridad, el camino se bifurcaba una y otra vez. Y vi los ojos de Lucía, negros, negrísimos, brillar ante los míos por una vez, muy cerca. Luego nos separamos. Sin más. Ella por un camino. Yo por otro. Nos perdimos en el laberinto del espejo. Para siempre.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y aún sigo caminando. He encontrado muchos rostros desconocidos por el camino. Náufragos del espejo como yo, que, dos encrucijadas más adelante, desaparecen de mi vista como todos los demás.

A veces siento deseos de regresar. De volver sobre mis pasos cual Teseo hasta cruzar el marco de pan de oro, y encontrar a mi Ariadna esperándome en el cobertizo, bajo la lluvia. A Campanilla sobre el altavoz del gramófono. Al Capitán Garfio en la ventana de la iglesia. A los Niños Perdidos jugando al fútbol en el descampado. Pero sé que es imposible. El trayecto es de un solo sentido. Por detrás el túnel se estrecha. Si hay una salida, ha de estar hacia delante. Aunque a mi alrededor sólo pueda ver caminos idénticos. Fríos, lóbregos, vacíos. Una maraña de caminos y cruces sin señal alguna. Y nada más.

Es muy posible, en cualquier caso, que Morales sea concejal de urbanismo en Jerez o camarero en Ibiza, y Mar Robles viva en Francia con un viejo conde millonario, o en Madrid y limpie hoteles de tres estrellas; y Ortiz se haya casado y tenga cinco hijas que le recuerden a Rosa; o tal vez la recuerde en soledad y sea director de una fábrica de ceniceros. Lo más probable es que Lucía tenga un feliz marido contable o conductor de autobuses y unas hijas guapísimas que miren a los chicos desde las tapias, y que jamás piense en mí.

El cobertizo de Lucas, el Panojo, será ahora una sucursal de caja de ahorros. Y el prado del Zurdo una urbanización de chalés pareados. Y Nunca Jamás se habrá convertido en un tumulto de trajes grises y corbatas y prisas y teléfonos móviles y edificios de oficinas. No quedarán niños corriendo detrás de la iglesia. ¡A Morales, a Morales, que está solo! Y sobre el asfalto de la autopista que cubra el descampado —lo sé— ya no cabrá un mundo.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias a tí por regalarnos éste y tus otros relatos.



Anónimo dijo...

Con un poco de polvo de hadas, ese país de nunca jamás, vuelve a estar en su lugar, y nosotros tus lectores lo vivimos gracias a tus letras. Me hiciste recordar Hook, guardo en la memoria algunas escenas divertidísimas, sobre todo aquella dónde los niños perdidos hacían apuestas por los insultos más ingeniosos.

Un abrazo fuerte y un roce de nariz.



La Hija de Zeus dijo...

Siempre es un placer leerte!!

Me alegro de que decidieras no abandonarnos (la verdad a veces se hace muy díficil mantener el blog)

Un abrazote



Anónimo dijo...

Que buenos tus relatos me mantuvieron pegada al pc por mucho rato seguire leyendote

Un saludo,

Dreide



Terminus dijo...

Es un placer, Suel. Y compensa.

Saludos.



Terminus dijo...

Inma, a estas cosas me refiero cuando digo que compensa ;)
Es cierto, recuerdo aquella escena. Pero,eso sí, como el original de Barrie, nada.

Roce de nariz (jajaj)

Un abrazo, Inma.



Terminus dijo...

Hola, Zeucita.
No, no abandono. Os daré un poco más la brasa ;) De hecho estoy pensando incluir otras cosas ademas de relatos... Ya veremos.

Un abrazo.



Terminus dijo...

Bueno, me alegro, Dreide. Estás en tu casa ;)
Paso por tu blog.

Un saludo.



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