Estación Terminus: Abstinencia de Dios

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"Estoy en contra de la religión
porque nos enseña a estar satisfechos
con no entender el mundo."
Richard Dawkins



Lo siento mucho, señor Martín.
Esas han sido sus últimas palabras. El doctor de la Prada ha empleado los cinco minutos anteriores en explicarme el resultado de los análisis. Cuando se ha asegurado de que he entendido la gravedad del asunto, se ha inclinado hacia adelante entrelazando los dedos de sus manos sobre el escritorio y ha cambiado su gesto, grave y solidario, por el de un funcionario de hacienda.
Lo siento mucho.
Yo conozco bien esa expresión de ¿desea usted algo más? Sé lo difícil que es hablar con una persona cuando ésta se niega a aceptar un hecho doloroso. No he insistido. No he hecho más preguntas. Me he puesto en pie en silencio.
Gracias doctor.
El mismo día en el que mi corazón volvía a latir, mi hígado se ha muerto. No puedo evitar sonreír ante lo ironía.


El despertar no fue diferente a los de los últimos meses. Niebla.
Desde el día que me quitaron la placa y me mandaron a casa, todos los días amanecían igual. Y todo por un poco de mano dura. Esos pichaflojas de arriba no quisieron hacer frente a más denuncias ni a más presiones. Los políticos y su costumbre de no cogérsela nunca con los dedos. Tiquismiquis.
Niebla. Pasado el mediodía y con una bruma espesa cubriéndolo todo.
Estaba cansado. La noche anterior había estado hasta muy tarde en el club. Como todas desde hacía tiempo. Y de nuevo, con ella. Sabía que comenzaba a sentir una peligrosa atracción por aquella zorra. Adicción, tal vez. Como por el alcohol.
Hacía días que no desayunaba con café. Después de ir al servicio y antes de estirar las sábanas sobre la cama, un buen trago de whisky barato. Se había convertido en rutina. El primero del día. Después de ese, ya no valía la pena contarlos.
Frente al espejo, pensé que debería hacer algo para cortar con aquella situación. Un café sería un buen comienzo. Al entrar en la habitación vi la botella a los pies de la cama, tumbada. La recogí con la intención de guardarla en el armario.
Dos tragos más tarde, no me acordaba del café. Ni del espejo.
Rutina. Y niebla.


En el club había poco ambiente. Era un pequeño local de carretera en las afueras de la ciudad y el aparcamiento estaba casi vacio a esas horas. Las tres chicas más cercanas a la entrada dirigieron sus miradas hacia mi cuando abrí la puerta. Recibí un par de saludos y un gesto despectivo como bienvenida. El desprecio seguramente merecido, aunque no pude recordar exactamente el motivo.
Me acerqué a mi rincón habitual, al final de la barra en forma de U, y le pedí una copa al barman.
Una de las chicas se me acercó dedicándome unos lascivos movimientos y mirándome provocativamente. La rechacé con la palma de la mano y negando con la cabeza, sonriendo a medias. A pesar de su belleza, que la tenue iluminación hacía más deseable aún, no era con ella con quien quería estar. No esta vez.
Fingió teatralmente sentirse ofendida un momento, antes de sonreír y mirarme a los ojos con picardía.
-Vienes a verla a ella ¿verdad?- preguntó con su exótico acento.
-¿A ella? No. Sólo vine a tomar unas copas. Me gusta el paisaje.-Tomé otro trago y posé el vaso, evitando su mirada.
-No tardará en bajar.- Dijo tras una pausa -Subió a su habitación hace rato.
La miré fingiendo indiferencia.
-¿Sola...?- Interrogué invitándola a que siguiera hablando.
-No tardará.- Se giró dando por terminada la conversación y se alejó para abrazar a un cliente que acababa de entrar y llevárselo con ella al otro extremo de la barra.
En efecto, no tardó. Apenas dos copas más.


La vi abrir la puerta que daba a las escaleras y entrar colocándose la larga melena morena. Llevaba un vestido de seda ajustado que resaltaba las curvas de su delicado cuerpo de adolescente. Volvería loco a cualquiera. -Me dije- ¿Qué clase de mundo es este que permite que una mujer así esté al alcance de cualquiera por unos míseros billetes? ¿Cómo podían soportarlo?
¡Joder! ¡Había estado con cientos de chicas como esa! Nunca me había preocupado por la vida de cada una de ellas. Eran putas, sólo eso. Cuerpos. Todos tenemos que convivir con nuestros fantasmas. Los de esas chicas no eran problema mío. No lo habían sido nunca. ¿Por qué iban a serlo ahora?
Al levantar la cabeza sus ojos no pudieron disimular la sorpresa. Ni los míos el deseo. Vino hacia mi con gesto adusto. Normalmente su sonrisa agradecía mi mirada cuando se acercaba, pero esta vez no.
-Hola.- dijo, seria- Has venido pronto hoy.
-Sí,- posé el vaso en la barra -tenía ganas de verte, princesa.- Dije, devorando su cuerpo con mis ojos, intentando camuflar los sentimientos que me confundían siempre que ella me rodeaba con sus pequeños brazos.
-Yo no soy una princesa, Arturo.- Sonrió levemente. Con hiel -Ni tu un príncipe azul, ¿sabes? Hace años, en mi país, soñaba con encontrar uno, pero ya perdí la esperanza.- Bajó la cabeza y por un momento creí que iba a romper a llorar.
-¡Vamos, vamos! no te pongas así. Eres demasiado bonita para un príncipe de mierda. Deberías valorarte más.- Me sorprendí haciendo un torpe intento por consolar a esa muñeca de porcelana a punto de romperse ante mi. La acaricié delicadamente el pequeño mentón, haciéndole levantar la cabeza y me encontré frente a frente con sus brillantes ojos negros al fondo de esas infinitas pestañas. Me quedé mudo. Cuando intenté besarla ella retrocedió sin dejar de mirarme.
-Si me valorara más no estaría aquí contigo.- Me reprochó.
-En eso tienes razón.- Concedí. -Ni con ninguno de los indeseables que forman la clientela de este tugurio. -Anadí, dirigiendo mi vista hacia el vaso vacío.
Me miró con curiosidad, adivinando en mis palabras algo que yo no había querido dejar traslucir y que le hizo suavizar el tono de su voz.
-Sería mejor que te fueras, Arturo. Sabes que no puedo estar contigo mucho tiempo si no vamos a la habitación. Tengo que trabajar y me resulta muy doloroso verte aquí...-dudó-...tal vez incluso lo sea para ti.
-Es posible- reconocí bajando la voz.
Cuando ella cruzaba la puerta que llevaba a las habitaciones acompañada de otro hombre, sentía estrechárse mi garganta y me resultaba cada vez más difícil contener la rabia.
-Pero apenas acabo de llegar.- Le hice un gesto al camarero para que rellenara mi vaso.
-¿Piensas quedarte aquí todo el día bebiendo como haces siempre?- Había algo en su mirada, en sus gestos, en su voz, que revelaban que algo no iba bien. -No deberías beber tanto.
-¿Desde cuándo te preocupan las malas costumbres de los clientes?- Yo trataba de mantener una linea fronteriza, aunque ambos sabíamos que la habíamos cruzado ya. -No creo que sea asunto suyo, Alteza.
-Tal vez sí.- Dijo mirándome con gravedad. Y ahí estaba de nuevo. El misterio. Esta vez a punto de salir a la superficie.
-¿Qué quieres decir?- Mi tono ya no era distante.
-Nada.- Susurró.
-¿¡Cómo que nada!? ¡Vamos, déjate de historias y de acertijos! ¿Qué coño te pasa?- Empezaba a perder los nervios y el alcohol no ayudaba mucho -¡Vamos, cuéntame que cojones es lo que pasa!- Ella seguía en silencio. Veía en sus ojos que estaba decidiendo si continuar hablando. Había visto esa mirada en muchos interrogatorios. Tragó aire y lo expulsó con un suspiro antes de mirarme de nuevo.
-Estoy embarazada, Arturo.
Touché. La linea de flotación atravesada. Ni rastro de mi entereza ni de mi aplomo.
-De ti.
Hundido.


Llegué a casa después de conducir durante horas dando vueltas sin rumbo bajo la lluvia. Más aturdido que borracho.
La dejé llorando.
Mientras me dirigía a la puerta de salida, pude oírla sollozar. No había querido hacerlo delante de mi y había esperado a que le diera la espalda. Unas chicas fueron a interesarse por ella. Antes de salir, la vi correr hacia la puerta de las habitaciones subida en sus diminutos zapatos de tacón, cubriendose el rostro con las manos para ocultar sus lágrimas.
-¿Cómo crees que voy a tragarme esa bazofia?- Le había preguntado con violencia. -Preñada. Lo que me faltaba por oír. Te acuestas con veinte fulanos cada día, ¿qué pasa?¿A mi me tocó premio? ¡Venga ya!- Estaba furioso. No podía contenerme y ella me salió al paso. Firme, pero sin alzar la voz.
-Eres el único cabrón con el que no uso preservativo. Y lo sabes...
-¡Que te jodan!- Su respuesta había sido efectiva pero aún me resistía a entrar en razón. -¡Eso lo dices tu! Mira zorra, si te has metido en un problema, soluciónalo tu solita, no vengas a joderme a mi.- Expeditivo y tajante. Antes de que pudiera arrepentirme me levanté bruscamente y, sin dar tiempo a que el matón de la entrada viniera a saber qué es lo que pasaba, tiré un billete sobre la barra y me encaminé hacía la calle.


Podía imaginarla llorando tumbada en su cama.
Pero también yo había llorado. No recuerdo desde cuando no lo hacía así. Lloré durante horas al volante sin poder despejar la bruma de mi cabeza.
Hasta que tomé una decisión.
Una ducha caliente. Un buen afeitado. Ropa limpia. Incluso una limpieza de zapatos.
Y ni un trago.
Hacía muchos años que no vivía. No tenía motivo.
Ahora iba a recuperar el tiempo perdido. Iría a buscarla. Hablaría con quien hiciera falta. ¿Cuánto hay que pagar? Lo conseguiría. Recuperaría mi trabajo o buscaría otro. Formar una familia. Con sus domingos en el parque, su perro y sus noches viendo televisión. Después de todo tal vez fuera posible.
Ella no era Julieta. Y yo estaba muy lejos de parecerme a Romeo. Pero los dos compartíamos la fe del descreído. La desesperanza del soldado viejo que sabe lo insignificante de una victoria o una derrota más.
Y un hijo.
Era más que suficiente.
Estaba decidido. Mañana, en cuanto recogiera los resultados de los análisis en la consulta, iría a por ella.
Nosotros también teníamos derecho a una vida.

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