Estación Terminus: Biografía perfectamente inútil

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"La estupidez es la única forma de
inteligencia que conocemos"
Raúl Ballesta



I


Raúl era idiota.
Su gran pasión era inventar historias e imaginárselas escritas en grandes tomos con su nombre grabado.
No podía entender por qué razón la gente se preocupaba por cosas tan serias como el dinero. Un buen coche. Una casa grande. Ropa cara.... ¿Y después? Un coche mejor. Una casa más grande. Ropa más cara... ¿Y después? Después ya seremos viejos y no quedará mucho tiempo, ni ganas.
Raúl pensaba que, en todo caso, el dinero era un medio para poder hacer las cosas realmente importantes, pero no el objetivo en sí. Que no se debería sacrificar la vida para poder vivir.

Aún con su terca imbecilidad, Raúl se vio obligado a buscar un trabajo. -La sociedad me empuja- decía. En realidad fue su madre quien le dejó bien claro que ni un plato de sopa más, -parásito-.
En menos de una semana, con la ayuda inestimable de su padrastro, logró convertirse en eslabón de una cadena de montaje. Empezó a colocar cabezas de plástico en una fábrica de juguetes.
Durante los primeros días no le importó robarle ocho horas a su vocación. De hecho, apenas se dio cuenta, concentrado como estaba en evitar que montones de pequeños cuerpos sin cabeza se amontonaran a su lado, lo cual tenía como desagradable consecuencia la voz del encargado atronando en su oído. Más tarde descubrió con placer que sus manos eran capaces de colocar cabezas a una velocidad suficiente sin que la suya tuviera siquiera que concentrarse. Eso le permitía dedicarse a cosas serias mientras trabajaba.
Así, entre movimientos mecánicos, pensaba en escribir un libro de fábulas, como Samaniego, pero más mordaz. Con animales como protagonistas. Animales gobernando el mundo. Con un consejo de naciones unidas presidido por una hormiga, que era la reina de la creación, o ¿tal vez tendría que ser un hormiguero? Había oído en la televisión que miles de hormigas se comportan como un único organismo y eso le había confundido un poco. Habría que investigar. En todo caso, los humanos ocuparían un papel secundario en su historia. Vivirían en las selvas. Sólo algunos niños serían domesticados por los animales para servirles de mascotas. Todo el mundo sabe que los niños son las más inteligentes y razonables de las bestias humanas.
El turno se le pasó volando dándole vueltas a lo que tendría que ser su primera gran obra. Y setecientos catorce guerreros del espacio, con cuerpo musculoso y calzón de cuero, se vieron coronados con las cabezas de una femenina estrella del pop de rostro virginal.
El encargado tenía la cara roja y hablaba como si estuviera muy enfadado:
-...ni a la mitad de la producción exigida, señor Ballesta, ¡así no podemos continuar!. Tiene usted que esforzarse en...
Las palabras salían como si se hubiera declarado un incendio en en interior de aquel hombre y su boca fuera una salida de emergencia. Se pisaban unas a otras. A Raúl esa idea le hizo gracia pero procuró no sonreír.
-...sus errores nos cuestan mucho dinero, pero éste se lo vamos a descontar de su salario ¿Me ha oído bien, señor Ballesta? ¡Señor Ballesta!
Pero Raúl llevaba varios segundos concentrado en los zapatos marrones que tenía enfrente. El encargado tenía los zapatos sucios, como siempre. Un hombre tan presumido y elegante, que estrenaba corbata cada semana y se hacía los trajes a medida, debería prestarle más atención a su calzado si quería ser coherente. Decidió regalarle el consejo.
-Tendría usted que limpiarse los zapatos más a menudo, señor Villalba.
El desconcierto momentáneo hizo que el encargado se preguntase si aquel hombre le estaba tomando el pelo, hasta que recordó la idiotez de Raúl.
-¿Es usted capaz de decir algo inteligente señor Ballesta?
A Raúl le sorprendió la pregunta y se puso muy serio antes de contestar.
-Jamás en público, señor Villalba. Verá usted, si uno dice algo muy inteligente delante de otros, sólo pueden pasar dos cosas: que se comprenda, y entonces los demás se sentirán obligados a decir algo aún más brillante para no quedar en inferioridad; o que no se comprenda, en cuyo caso se sentirán inferiores sin remedio. En ambos casos, nos odiaran por lo dicho. Las cosas inteligentes es mejor dejarlas por escrito y que se lean una vez muerto el autor. No suele haber tantos problemas para reconocer y alabar la inteligencia de uno cuando está ya enterrado.
Y desde esa misma tarde Raúl no tuvo que volver a la fábrica. El encargado decidió que era mejor que se fuera a su casa a dedicarse a sus cosas. Probablemente su madre no estaría de acuerdo, pero era evidente que el señor Villalba tenía un criterio superior al de su pobre madre. Él sí había entendido lo qué era importante de verdad. ¿A quién le importan unos muñecos decapitados cuando se tiene en la cabeza una obra maestra? Ahora estaba seguro de no estar equivocado. Dedicaría su vida a la literatura. Comenzaría a escribir desde ese momento y no volvería a perder el tiempo en estúpidos trabajos. Entró en una librería e invirtió un tercio de su patrimonio en unas libretas de hojas blancas, una elegante estilográfica de aluminio y abundante tinta azul.
Raúl, ya lo dije, era idiota.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Terminus: Como últimamente no te he visto por el foro deduzco que no estás entrando, (Qué idiota soy) Bueno, en realidad, quería decirte que Casablanca rescató tu cuento y lo leí. Me encantó. Y me divirtió mucho también, veía la escena de los muñecos con cara de niñas. Sólo quería decirte que también estoy en el club de los idiotas, y me siento honrada por ello, especialmente después de conocer a Raúl.
Besos,
B. Miosi



Terminus dijo...

Hola, Blanca:
Lei tarde tu comentario (ando con un lío tremendo) pero nunca es tarde para agradecerlo.
Me sorprendió mucho ver el cuento por allí de nuevo, y siento no poder participar todo lo que quisiera.
A Raúl le tengo un cariño especial, creo que porque se atreve a hacer lo que yo sólo sueño... Me alegra que te unas al club.
Un abrazo.



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