Estación Terminus: Tauromaquias

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Extracto del diario personal e inédito de Raúl Ballesta



LA FIESTA NACIONAL

(Verano de 1954)




Hoy ha llegado al pueblo el Niño de la Aurora.
Ha venido con su apoderado en un coche como el de los ministros del Gobierno y todo el pueblo le esperaba para darle la bienvenida. Su cuadrilla ha llegado mas tarde en el autocar de línea.
Nos hemos quedado con la boca abierta –todos menos el padre Nicanor, que la ha cerrado apretando los dientes, seguramente para evitar decir alguna cosa que pudiera socavar su fama de beato- al ver el coche y al Niño que, con el pelo engominado, un elegante traje de rayas y gafas oscuras, se ha presentado hecho un señorito.
Parece difícil de creer que sea el mismo mozo que lidiaba terneras en las fiestas del pueblo apenas dos años atrás.
El día que cogió la maleta y se fue a la Capital todos pensamos que volvería con el capote entre las piernas y, mira por donde, ahora se ha convertido en el héroe local; el hijo predilecto de Hermosilla de la Cañada.
Sólo nuestros abuelos recuerdan el éxito de José Román Conde, El Salamandro, que tras cortar dos orejas y rabo en la Maestranza, resbaló en el camerino y murió desnucado contra una silla. De él siempre se dice –sin más detalles- lo mismo que una mano anónima grabó en su lápida y que nadie he querido borrar después: «Como los grandes, murió en la Plaza» lo cual no deja de ser cierto.
Pero desde la muerte del Salamandro nadie en el pueblo había vuelto a ver triunfar a un paisano hasta la gloriosa tarde en la que el Niño asombró a propios y extraños con un arte de prodigio en la arena de Las Ventas. Salió a hombros y en todos los papeles. Hasta su nombre, dicen en la Capital, que es pura poesía, aunque nadie entiende en el pueblo qué tiene de poético si la señora Aurora –dueña del bar de la plaza junto a su marido Tomás- es, en efecto, su madre, y niño le llaman desde que lo era.

Yo, personalmente, no tengo el mínimo interés por la tauromaquia y he sufrido, con mucho disgusto, tardes soleadas obligado a ver un espectáculo sangriento y cruel, herencia anacrónica del Capitolĭum, y es que, en Hermosilla, ir a la plaza de toros es como ir a misa: absolutamente obligatorio-.
Y no es que no admire el valor del torero para lidiar con quinientos kilos dueños de enormes cuernos, es, sencillamente, que me parece muy injusto que el único al que no han preguntado si quería unirse a la fiesta –es decir, el toro- sea, casi siempre, el perdedor.

Sufría con cada banderilla clavada. Cada empujón que el picador daba a la garrocha sobre el lomo del animal lo sentía yo en mi espalda y miraba a los ojos del toro desde mi asiento y veía su desesperación, su desconcierto, su dolor, su rabia... creía comprender a la pobre bestia, que no entendía nada, y no siempre podía reprimirme de gritar que le dejaran en paz, que él no les había hecho nada.
No pocas veces me ha costado esto un baño helado, al ser arrojado por los espectadores a la ría de al lado de la Plaza.

Ahora lo soporto mejor.
Me consuelo en cada corrida pensando en la pequeña posibilidad de que el toro, por una vez, consiga vencer.
Observo concentrado todos sus movimientos mientras le doy instrucciones mentales para guiarle en su batalla: «a la izquierda, ahora, levanta la cabeza, cuidado con la espada...» Y le miro, en un esfuerzo inútil por hacerle saber de algún modo que no está sólo, que no todos esperan su muerte, que yo espero que triunfe, que les deje a todos anonadados con una estupenda actuación y que no tengan más remedio que sacarle a hombros por la puerta grande, a pesar de su media tonelada.
Me siento como un infiltrado en campo enemigo.



A las cinco en punto han empezado los pasodobles.
La Plaza ha estado más llena que de costumbre porque mucha gente de pueblos cercanos se ha acercado para ver al joven espada, que iba a lidiar él solito con seis enormes reses de las mejores ganaderías de la región.
Después de la gran ovación con la que ha sido recibido el Niño de la Aurora y del paseíllo de rigor, este le ha dedicado la corrida a las autoridades y a su señora madre, sentada a la diestra del alcalde, arrojándole la montera tras una reverencia. Acto seguido ha parado la música y el Niño se ha preparado para recibir al primer toro arrodillándose frente a la puerta del toril.
El público ha aplaudido este gesto, entregado por el valor del diestro. Yo he sonreído con disimulo.

Ya desde su salida ha quedado claro que este primer toro no quería luchar. En lugar de arremeter contra el torero, presa fácil entonces, se ha frenado en seco y ha empezado a vagabundear por el redondel, curioseando, sin decidirse siquiera a acercarse a la tela rosa.
El matador ha tenido que perseguirle por toda la arena y, sólo a fuerza de insistencia, el animal ha entrado por debajo del capote dos o tres veces, sin convicción.
Varas, banderillas y muerte se han acelerado ante el enojo del respetable y el bochorno mío y de todos los bóvidos, avergonzados por la falta de ganas del condenado de luchar por su propia vida. .
¡Teníais que haber visto su mirada cuando, después de la estocada, se tendió junto al burladero, pegado a las tablas; parecía pedir que le dejaran morir en paz!
Hasta el Niño ha evitado mirarle cuando se ha acercado con la puntilla.
Ese no era un toro de lidia, era el Minotauro de Borges.


El segundo ha sido bien distinto.
El matador no ha repetido su arriesgada pose de recibimiento; y eso le ha salvado la cabeza, porque esta vez el animal ha salido de los toriles como una locomotora descarrilada.


Un toro moteado, Espartaco, gris y blanco, de más de seiscientos kilos, con unos enormes cuernos muy bien afilados y que, tras la primera embestida y como una señal que me ha hecho estremecer, ha girado la cabeza y me ha mirado fijamente un par de segundos; hasta me ha parecido que sonreía y, si no supiera que es imposible, aseguraría que me ha guiñado su ojo derecho.
El Niño de la Aurora le ha dado tres o cuatro capotazos precavidos y, sorprendido por la agresividad de la bestia, ha hecho entrar enseguida al picador. Este ha conseguido un buen puyazo sólo después de haberse visto por los suelos un par de veces -junto con su caballo que, como el toro, sin entender nada, recibía los golpes en las costillas-, pero la pica no ha sido suficiente para suavizar el carácter de Espartaco.
El público ha aplaudido mucho estos sucesos y yo me he frotado las manos bajo la mirada suspicaz de mis vecinos.

Después de unos no muy arrojados pases de pecho –manteniendo el mismo a una prudente distancia de las astas- y de unas mediocres verónicas –más que medias- el diestro ha pedido el cambio de tercio. El animal no le quitaba la vista de encima.
«Cuidado ahora, mi bravo, a tu espalda, eso te va a doler pero aguanta...» animaba yo.
Los banderilleros han sufrido para cumplir su cometido pero, finalmente, han conseguido que dos de los tres pares de hierros bailen en el lomo negro y rojo.
«Falta poco, ya falta poco...»
El Niño, obligado por las circunstancias y por el oficio, se ha animado a ofrecer el capote varias veces al incansable morlaco; y después la muleta. Ha habido murmullos de desaprobación por la faena del matador. Yo, sin embargo, he estado totalmente satisfecho con la del toro.

Finalmente, el de la Aurora ha tomado el estoque y Espartaco –no estoy seguro de si intuyendo la importancia del momento- se ha detenido en el centro del ruedo y me ha mirado como brindándome la pieza.
El torero se ha plantado a apenas dos metros y se ha acercado muy despacio arrastrando las manoletinas por la arena, ganando centímetros y ya con la espada en alto mientras con la muleta en la mano izquierda trataba de distraer la atención del animal.
«¿A qué esperas? ¿no lo ves? te va a matar...»
De pronto, y coincidiendo con la estocada, el toro ha girado su gigantesco cuerpo y ha agachado la cabeza atacando por sorpresa y por el costado al Niño y esquivando el acero que ha pasado rozando su costillar.
Todos hemos visto el traje de luces volando a tres metros del suelo, y volver a caer y a despegar hasta tres veces, antes de que los subalternos del diestro se interpusieran nerviosos entre los dos contendientes y lograran, con no poco esfuerzo, devolver el toro a los corrales.
No he reparado en el silencio que se ha hecho en la Plaza, pendientes todos del inmóvil y ensangrentado héroe.
Ese grito ha salido de mi boca sin pasar por el cerebro:
«¡Ole! Por fin una buena faena»


Eso ha bastado para que la concurrencia haya dirigido sus miradas en masa hacia mí y, con una especie de solidaridad tácita que ya he visto antes, me hayan sacado a hombros de la Plaza entre voces agraviadas: «¿no le gustan los toros? Pues echadlo a los toriles» Y otras sugerencias tan coherentes que incluso yo me he sentido tentado de secundar.
Ha sido el Alcalde, quien ha aparecido levantando su voz por encima de las demás, el que ha comunicado que el Niño no sólo se encontraba perfectamente –a la postre, sólo tres costillas fracturadas y una cornada poco profunda que le servirá para llevarse al huerto a un montón de impresionadas turistas extranjeras con el cuento del macho ibérico «¿tu lo que un toro le pué hasé a un hombre miarma?»-, sino que, además, había vuelto al ruedo para acabar la faena y estaba esperando que el respetable regresara a sus asientos.

Yo me he alegrado –claro- por el Niño de la Aurora, pero apenado hondamente por Espartaco que, pienso, se había hecho acreedor de clemencia.
Los honores para él han consistido en un par de vueltas al ruedo de su cadáver arrastrado por dos caballos.
En cuanto a mí, los vecinos – aliviados por la buena nueva de la salud del matador y apremiados por la perspectiva de cuatro toros y medio más- se han conformado con dejarme tirado en la ría.

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