Los primeros peldaños los subió arrastrado por la muchedumbre, sin darse cuenta de ello. Más tarde, la ascensión se convirtió en una carrera.

Recibió empujones y cuchilladas. Sufrió traiciones y caídas. Muchos caminaron sobre su cuerpo tendido sin atender a sus súplicas. Él aprendió a hacer lo mismo. Asestó mandobles y decapitó cabezas.

Los escalones crujieron en ocasiones bajo sus pies pero nunca se detuvo. Ni una mirada atrás. Devolvió con creces cada ataque, multiplicado por su contraído despecho. Pisó cuerpos yertos y se apoyó en ellos para ascender más alto, sin mirar sus rostros.

En loca competición, nada le contuvo, todo fue merecedor de su desprecio. A nadie amó. De nadie sintió compasión. Empleó todo su talento, toda su fuerza, en llegar el primero a lo alto de la escalera. Desdeñó la invitación de cada una de las puertas abiertas que encontró en su escalada. Aniquiló a sus competidores y a quienes, quizás, hubieran podido serlo.

Ascendió, al fin, sobre sangre y dolor ajenos, sobre una alfombra de soledad, hasta el último peldaño.


Allí, en la pared frontal de una habitación sin ventanas, encontró un espejo roto.