El Pequeño Mundo
«La guerra no es más que un asesinato en masa,
y el asesinato no es un progreso.»
Alphonse de Lamartine
y el asesinato no es un progreso.»
Alphonse de Lamartine

En el Pequeño Mundo había una nueva guerra.
En esta ocasión, el motivo era un diminuto territorio, anexado tiempo atrás, que demandaba su independencia del Gran País. Enormes ejércitos se reunían alrededor de los rebeldes, cercándoles. Todos estaban dispuestos a matar o morir por aquella porción de espacio.
Tan sólo unas generaciones antes, aquellas fronteras no estaban allí, pero ahora miles de individuos serían asesinos o asesinados por ellas.
Era sólo una guerra más; insignificante.
El Gran País no era más que otro de los muchos Grandes Países del Pequeño Mundo.
Las batallas se multiplicaban por doquier. Cualquier motivo era válido para justificar el ataque de un Gran País a otro.
Los vendedores de uniformes verdes, los buitres y los enterradores poseían incalculables fortunas.
Casi la mitad de la población creía que un dios todopoderoso les vigilaba, y a él debían su existencia. Prácticamente toda la otra mitad también. Tan sólo una minoría inapreciable no estaba segura de lo que creía y prefería no discutir.
Sin embargo, los dos grandes bandos divergían al interpretar los pensamientos del dios, que ninguno conocía. Tampoco se ponían de acuerdo en el nombre del creador, y cada mitad usaba uno distinto en sus rezos. Eso provocaba grandes cantidades de odio que se repartían en los campos de batalla. Había sido así desde tiempo inmemorial. Los nombres del dios habían cambiado multitud de veces, como las fronteras, pero el odio siempre era el mismo.
Se perdía en la oscuridad de la historia el origen de la ira del Pequeño Mundo
Cuando los ejércitos se agotaban, y necesitaban un descanso y nuevas armas y nuevos soldados, se establecían breves períodos de paz.
En esos momentos, muchos recuperaban sus trabajos, recordaban a sus familias, se reunían en los parques y en las habitaciones, compraban cosas inútiles y se les borraban las ojeras. Algunos, hasta llegaban a besarse.
Pero las treguas nunca duraban mucho tiempo.
Una y otra vez, eternamente, cualquier ofensa, real o imaginaria, intencionada o no, con motivo o sin él, provocaba una reacción salvaje, violenta y desproporcionada en unos o en otros. Y de nuevo, los cadáveres, los gritos, la muerte, el odio, el dolor... la guerra.
****************
En un laboratorio, dos hombres están sentados frente a una mesa blanca.
Uno de ellos observa a través del microscopio.
Separa los ojos de las lentes y encoge sus hombros antes de hablar con voz sorprendida:
—No entiendo qué les ocurre a estos bacilos. Hemos cuidado de que todas las condiciones sean favorables para su crecimiento y, sin embargo, el desarrollo de la colonia es extremadamente lento.
Su compañero tiene el gesto serio y asiente con la cabeza:
—Yo también he observado lo mismo. Incluso diría que, en ocasiones, sufre un inexplicable retroceso.
—Empiezo a dudar del valor de este experimento —concluye el primero, tapando la caja de bacterias.
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