Biografía perfectamente inútil II

"El amor es como el virus de la gripe:
común, molesto, doloroso en alguna ocasión, pero, las más,
pasajero."
Raúl Ballesta
común, molesto, doloroso en alguna ocasión, pero, las más,
pasajero."
Raúl Ballesta
(El desamor)
I
Raúl iba a suicidarse.
Estaba decidido. No era fruto de un impulso visceral, ni el sentimiento alocado de quien se ve hundido en un pozo negro. Era una decisión tomada con frialdad después de un concienzudo descarte de posibilidades. Sólo restaba elegir el modo.
Se había enamorado por primera vez -que no por última- unos meses atrás, al ir a comprar el pan una mañana de primavera. Acostumbraba a hacerse el remolón a la hora de los recados, pero ese día no le fue posible porque su madre se lo había pedido con una sutileza inusual: «si no te levantas y haces algo útil, esta misma noche te vas a dormir al parque».
Entraba con su aspecto de sonámbulo y su pelo revuelto, en la panadería cuando, al alzar la vista, la vio.
Cecilia.
Él ya la conocía, habían sido vecinos media vida, pero no la veía desde que ella se fue a vivir a otra ciudad con su padre, mucho tiempo atrás. Ahora había vuelto y estaba... transformada. Parecía una actriz de cine o, mejor, un ángel de algún cuadro del Prado. Se quedó en la puerta observándola pasmado hasta que Matilde, la panadera, reparó en él.
-Cecilia, hija, atiende al chico.
Y Cecilia, al conocerle, le dedicó una sonrisa que a punto estuvo de provocarle un colapso nervioso.
-Hola Raúl. ¡Cuánto tiempo! Estás muy guapo -dijo, cariñosa- ¿Qué te pongo?
Y a Raúl, desacostumbrado a recibir piropos de mujeres que no doblaran su edad, se le acentuó la idiotez y la voz se le apagó en algún punto entre los pulmones y la garganta. El hilo que produjo no hubiera sido capaz de hacer vibrar un tímpano ni a una cuarta de su boca.
-Hola... Ceci. Un... pan. Blanco... por... por favor.
Tuvo que repetirlo dos veces antes de que ella entendiera, más con la vista que con el oído, y le entregara la barra de pan con otra sonrisa.
-Me alegro mucho de volver a verte. Recuerdos para tu madre.
Después de aquello, Raúl se levantaba puntual cada día, se entregaba a un aseo minucioso y se vestía con sus mejores galas -que planchaba con mimo la noche anterior- antes de ir a comprar el pan. No recordaba haberse sentido tan dichoso jamás. Cuando cerraba los ojos, ya no pensaba en fábulas y cuentos sino en versos de amor. Maravillosas odas a la belleza y la felicidad -la mayoría destruidas más tarde por él mismo, probablemente avergonzado-. Todas ellas distintas combinaciones de las mismas palabras: amor, luna, atardecer, beso, amor, ojos, violines, corazón, boca, amor...
Hacía pequeños progresos en su conquista, como el día en que Cecilia le dijo lo bonito que le parecían sus ojos y él, en lugar de enmudecer, reunió aplomo para contestar muy serio:
-Me alegro de que te gusten, pero yo no hice mucho esfuerzo para conseguirlos. Creo que el mérito es de mi madre. La felicitaré de tu parte.
Y ella se puso a reír y Raúl, aunque no entendía por qué, se contagió por aquella risa cristalina y estuvieron riendo juntos un buen rato hasta que Matilde, la panadera, le dijo a Cecilia que ya estaba bien de cháchara y que había clientes esperando. Y Raúl se fue a casa con el pan bajo el brazo, flotando diez centímetros sobre las aceras, pensando en atardeceres, amor y violines en verso, y con un gesto mucho más idiota de lo habitual.
Esa mañana se durmió y llegó tarde a la panadería, o quizás demasiado a tiempo... Se había acostado tarde porque estuvo muchas horas escribiendo un soneto. «Amaneceres - placeres; amor - candor; corazón - pasión...» todo iba bien hasta llegar a los ojos. En asonante era posible pero cuando trataba de hacer una rima superior sólo pensaba en piojos o despojos y esto, claro está, no encajaba en el contexto del poema. Cuando el sueño se le llevó -aún con la pluma en la mano- ya amanecía.
Se levantó de un salto y, resumiendo mucho la ceremonia matutina, salió corriendo hacia su Dulcinea.
Había pasado el mediodía. Raúl llegaba a la carrera cuando vio salir a Cecilia de la panadería. No llevaba la bata blanca así que debía de haber terminado su trabajo. Estaba más guapa que nunca. Si tuviera el valor necesario para ofrecerse a acompañarla, la diría que la amaba más que a nada y que haría cualquier cosa por ella. Puede que, incluso, le enseñara sus poemas. Algún día juntaría el coraje suficiente.
Fue entonces cuando llegó la motocicleta. Se detuvo justo delante de ella. Un chico con un casco en la cabeza y otro en su brazo, que Cecilia se colocó después de dar un beso al apuesto piloto. Entonces vio a Raúl y le sonrió como si nada ocurriera.
-¿Qué te ha pasado hoy? Casi no llegas. Mi madre te atenderá, creo que te guardó una barra. Yo me voy a la playa ¿Conoces a Marcos? Es mi novio.
Dijo que no, que no le conocía, que ni si quiera conocía de su existencia. Y se volvió camino de casa en silencio pensando que, desde ese momento, su madre tendría que ir a comprar el pan aunque él tuviera que dormir en el parque.

II
Perdió el interés por la comida -antes placer cotidiano- y sólo se encontraba a gusto mientras dormía y soñaba que Cecilia le abrazaba, sentados a la orilla de un río en un bosque lleno de árboles protectores, y le susurraba al oído que se quedaría con él para siempre. Pero luego, al despertar, la realidad se le venía encima, aplastándole. ¿Cómo podía un hombre vivir en esas condiciones?
A su cabeza los pensamientos seguían llegando sólo en verso, pero ahora eran otras palabras las que combinar: dolor, celos, nostalgia, vacio, dolor, hueco, lágrima, roto, dolor... ¿Dónde se habían ido sus historias, los mundos paralelos en los que siempre encontró cobijo?
Era la primera vez que Raúl se enfrentaba al despecho y no podía saber que el lamentable estado en el que se encontraba era circunstancial. Pensaba que su mal sería crónico y que se arrastraría de por vida como un alma en pena. Si el único remedio -Cecilia- era imposible, y los consuelos no podían consolarle; si el único calmante para su dolor era el sueño: entonces dormiría para siempre.
Ahora la decisión estaba tomada.
Raúl se sentía responsable y seguro de sí por ello. No había tenido que tomar muchas decisiones en su vida, siempre había existido algún alma caritativa que se molestase en hacerlo por él.
Sin embargo ahora se veía dueño de sus actos como el día de la boda de su prima Leticia, cuando, en contra del parecer de toda la familia, tomó la firme determinación de ponerse las zapatillas de tenis con el traje de enterrador que le había cosido su madre. De poco sirvieron los consejos sobre combinatoria cromática o protocolo nupcial. Ni siquiera le convencieron los intentos de presión psicológica maternos: «¿cómo vas a ir así? Se van a reír de tí y me vas a dejar en ridículo. Pareces un payaso».
Raúl fue a la boda con sus zapatillas y, pese a que la sensación se vio rebajada considerablemente por las continuas instrucciones de su madre a su derecha: «pero ¿te quieres estar quieto? Siéntate bien. Mastica. No sorbas el caldo...» y la frase preferida por su padrastro para referirse a él: «este niño es tonto», repetida con puntualidad suiza a su izquierda; se sintió, según su propia apreciación, «como si me empezara a crecer bigote en el alma».
La primera idea fueron pastillas. Veneno. Pero no encontró nada que le asegurase el éxito. Un puñado de analgésicos sólo le aseguraba un lavado de estómago, y él quería morir tranquilo, no revolcarse entre retortijones de tripas.
Pensó entonces en cortarse las muñecas pero la simple evocación del filo rozando su piel le hizo temblar las piernas y perder el color del rostro, lo que bastó para abandonar la idea. Después de imaginar que en la cocina -de carbón- lo más que lograría sería prenderle fuego a toda la casa, se decidió por la horca. No era lo más agradable pero era limpio y rápido. Bastaba con medir bien los metros de cuerda para no llegar con los pies a la calle, ponerse la soga al cuello y saltar por la ventana de su habitación.
No le costó mucho encontrar una cuerda. Algún esfuerzo más le hizo falta para recordar el modo de hacer un nudo en condiciones, hasta que, por fin, logró uno que cumplía su función corrediza. Introdujo la cabeza y ajustó el nudo a su cuello antes de atar el otro extremo de la cuerda a la pata de su cama. Al acercarse a la ventana se dio cuenta de que su vecina -apenas a veinte metros- le observaba con curiosidad desde el balcón.
No podía colgarse delante de la pobre señora Juana que, seguro, sufriría un ataque, de modo que, desistiendo, comenzó a meditar sobre la forma de conseguir su propósito sin ocasionar molestias.
Fue entonces cuando Raúl descubrió con no poca sorpresa que eran ya varias horas las que habían pasado sin que pensara en Cecilia, ocupado como estaba en otros menesteres. Y, según él mismo contó más tarde, fue exactamente en ese momento -a traición, como se presentan siempre las musas- y sin venir a cuento, cuando nació en su cabeza la fábula de "el pez que aprendió a tejer telarañas".
Sin perder el tiempo, ni siquiera en quitarse su exótica corbata de cáñamo, se sentó en el escritorio y comenzó a escribir con entusiasmo, comprendiendo a medias que su enfermedad empezaba a curarse y aplazando sine díe el desafortunado intento de suicidio.
Su madre le sorprendió así al llegar a casa.
-¿Se puede saber que haces con una soga en el cuello?
Miró la cuerda y luego a ella con los ojos muy abiertos y sin saber cómo explicar.
-Este niño es tonto- dijo su padrastro.
Y a Raúl, que había estado a punto de morir por amar a una mujer, le ofendió profundamente que le llamara niño.
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4 comentarios:
Genial esta continuación, supera a la primera.
Un abrazo.
Hola Inma.
La mayoría de los textos eran anteriores y los corregí -reescribí más bien- antes de colgarlos aquí; sin embargo, este es nuevo, de estreno, y, aparte de las correcciones que necesite, no estoy seguro de si algo de la idea original se perdió por el camino. Aún no lo veo con distancia para juzgarlo, pero que te guste a tí es buena señal...
Mil gracias, Inma.
Abrazos.
Hola, Terminus: he visto esta dirección en mi blog y me he pasado por aquí. Bonito relato. Me ha hecho revivir una época parecida a la del protagonista. Muy parecida.Te felicito.
¿Me puedes explicar cómo has hecho para poner el contador? ¿Cómo se pueden poner textos entre las imágenes? A mí no me salen así. Gracias. Y un saludo.
Juanpan, te agradezco y la visita y me alegro mucho de que te haya ta haya gustado el relato. Creo que me estoy acostumbrando mal; cuando toque recibir una crítica negativa, que todo llega, no voy a saber cómo encajarlo. ;)
En cuanto al contador, he dejado un mensaje en tu blog que espero te ayude en algo. Mi PC agoniza y tengo que conectarme en casa ajena por lo que no me es posible hacerlo a diario ahora mismo, pero si necesitas consultarme algo no dudes en hacerlo.
Un saludo.
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