Estación Terminus: Una persona seria

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«Cuando un loco parece completamente sensato,
es ya el momento de ponerle la camisa de fuerza»

Edgar Allan Poe




Me creerán si les digo que soy una persona incrédula y poco dada a fantasías y cábalas, que siempre he considerado infantiles.
Siendo así, aún no puedo explicarme cómo accedí a la petición de mi buen amigo, Luis Gatonegro, de divertirnos un rato después de la cena con un juego de mesa que él mismo había traído de su reciente viaje por tierras germanas; pero lo cierto es que lo hice, y —¡ay de mí!— en buena hora.

Apenas terminada la cena, nos dirigíamos al salón con la sana y tradicional intención de beber unas copas de brandy al calor de la lumbre, cuando Luis insistió en enseñarme cómo funcionaba aquel invento del Maligno.
Nos sentamos en la alfombra ante el crepitar de la chimenea mientras en los cristales se estrellaba una fuerte lluvia que, a ratos, se convertía en granizo.

He de confesarles que mi desdén fue tornándose en temeroso interés al comprobar con mis propios ojos como, tras varias ceremoniosas invocaciones que me parecieron sumamente ridículas, el anillo metálico comenzó a moverse de un lado a otro del tablero, señalando letras y formando palabras, como si tuviera vida propia. Nuestros dedos temblorosos apenas eran capaces de seguirle en ocasiones y mi asombro era mucho mayor que mi miedo.

A pesar de su evidente nerviosismo —sus manos temblaban tanto como las mías—, mi amigo Luis parecía disfrutar enormemente con aquello que, de forma temeraria, llamaba «juego» y formulaba preguntas a la tabla mientras me miraba con los ojos brillantes, como si estuviésemos ante el Oráculo de Delfos y yo no comprendiera lo divertido que eso era. Si hubiera podido suponer cuánta maldad se encerraba en aquel trozo de madera, no cabe duda de que habría sido más respetuoso.

—¿Puedes vernos ahora?

El veloz anillo nos obligaba a mover bruscamente las manos para no perderle en sus repentinas carreras. En esa ocasión, hacia el extremo decorado con una leyenda en letras góticas: «OUI-JA», sí.
Entusiasmado, Luis continuó el siniestro interrogatorio:

—¿Nos observáis siempre? ¿Siempre estáis ahí, vigilando?

Y otro movimiento fugaz del aro.

—Sí.

Levantó la vista y me miró, abriendo mucho los ojos.

—¡Vaya! Eso sí que es sorprendente —dijo, dirigiéndose a mí—, y también un poco aterrador ¿no te parece?

—Sin duda —le contesté, como no podía ser de otro modo, en un tímido intento de hacerle entrar en razón—; me lo parece porque lo es. Como también lo es esta diversión macabra... ¿Por qué no lo dejamos ya? Tengo unos magníficos cigarros que me he hecho traer desde La Habana y podríamos disfrutarlos escuchando un poco de música...

Pero, por desgracia, todo intento resultó vano. Mi buen amigo Gatonegro seguía concentrado ante aquella superficie enigmática como un niño ante un juguete nuevo.
La tormenta se había colocado justo encima de la casa y los truenos me impedían en ocasiones escuchar su voz con claridad, aunque eso no parecía afectar a nuestro invisible contertulio que continuaba respondiendo afanosamente.

—¿Te fuiste por causa de alguna enfermedad?

—A... C... C... I... D...

—¿Un accidente?

Y, de nuevo, el «sí».

Yo estaba más asustado a cada instante, pero Luis no tenía intención de parar:

—Ajá. ¿Y cuánto tiempo hace que ocurrió?

Vimos como el metal se movía en la dirección del número dos y nos miramos, sorprendidos por la casualidad. Mi madre había fallecido repentinamente dos años atrás al ser atropellada por un automóvil. Por aquel entonces, yo trabajaba en el extranjero y, desde aquello, no puedo evitar reprocharme no haber estado presente para escuchar sus últimas palabras.
Luis hizo otra pregunta, mirándome con seriedad mientras pronunciaba:

—¿Cuál es tu nombre?

Y el anillo, implacable, comenzó a moverse.

—E... L... I...

La emoción había ido creciendo con cada letra y, ahora, camino de la «s» siguiente no pude contenerme más. Su nombre era Elisa.

—Madre... ¿Eres tú?

Dando un violento giro, el aro se dirigió rápidamente hacia las letras que dan nombre a tan satánico invento: «OUI-JA».

******************


Comprenderán que ante estos hechos yo me sintiera completamente conmovido y mis ojos se humedecieran a pesar de mi inicial incredulidad.

Mi pobre amigo, también embargado y sintiéndose culpable, no se atrevía a decir palabra alguna y me miraba con gesto suplicante.

El metal redondo seguía hablando:

—R... O... M... A... N... H... I... J... O... M...I...O...

Enfrentado a tal lectura, las lágrimas brotaban de mis ojos ya sin timidez, a borbotones. Me avergüenza contarlo, pero mi temor había desaparecido y mis sentimientos eran un agitado cóctel de alegría, nostalgia y desamparo infantil.

—Madre... madre... ¿cómo estás?

Luis, en cambio, temblaba como un clavo sobre un motor en marcha.

—V... E... N... E... N... M... I...

Seguíamos los movimientos en el tablero mientras los latidos de nuestros corazones se mezclaban con el estruendo de la tormenta y el viento en la chimenea hacia que nuestras sombras bailaran agitadamente en torno a nosotros.

—... A... Y... U... D... A.

Tenía el corazón a punto de estallar. El estómago era un nudo retorcido que dolía y un ardiente resquemor recorría mi estrechada garganta.

—¿Qué te pasa? ¿Cómo puede ayudarte? ¿Qué tengo que hacer...? —Pregunté, excitado y rasgado por los recuerdos.

Luis posó una mano temblorosa en mi hombro, intentando calmarme —tarea imposible—. Yo tenía los ojos desorbitados y acercaba la cabeza a la madera, ansioso por una respuesta.

—E... N... T... I... E... R... R... O.

Completé la palabra en mi mente antes de repetirla con tono interrogativo en voz alta dirigiéndome a mi amigo.

—¿Entierro? ¿Pero... mi madre no fue llevada al panteón familiar? Tú estuviste presente, incluso me contaste que había ido mucha gente del pueblo, ¿no es cierto? Yo mismo he estado alguna vez rezando ante su lápida en la vieja cripta.

—Así es, Román. Vi con estos dos ojos como cerraban el ataúd aquí, en tu casa, antes de salir hacia el cementerio. Puedo jurártelo, amigo mío.

No lo dudaba, pero entonces ¿por qué esas palabras? «Ayuda... entierro». ¿Habrían cometido algún error los de la funeraria? ¿en la ceremonia, quizás?

Estaba dispuesto a hacer una pregunta más a aquel tablero maldito, cuando un trueno brutal hizo temblar el suelo y las paredes de la casa. De la chimenea brotó una lengua de humo que recorrió la madera coloreada de la ouija y nos hizo caer de espaldas bruscamente.

Me puse en pie y arrojé la tabla al fuego con ira.

Muy nervioso, y algo chamuscado, ayudé a Luis a incorporarse. Bebimos unos largos tragos de brandy, directamente de la botella, y después fui en busca de nuestros abrigos y de un par de paraguas.

—¿No pensarás salir a estas horas de la madrugada y con este temporal?

Luis me miraba como si me hubiera vuelto loco, pero yo estaba decidido a resolver el misterio de inmediato. Reconozco que mi estado no me permitía ser razonable, pero ¿quién iba a imaginar lo que sucedería después? Aun aturdido por los acontecimientos, pensaba que el mayor peligro que podíamos correr era el de un resfriado bajo la tormenta, y, por supuesto, eso no iba a detenerme. ¡Cuán ingenuo puede ser un hombre cegado por la emoción!


Mis oídos no quisieron escuchar las prudentes objeciones y protestas de mi amigo. Con el uso de la razón y los sentidos turbado por una extraña fiebre, le exigí que me acompañara al cementerio. Tenía el firme objetivo de atender aquella inquietante petición. Incluso, le reproché con vileza su responsabilidad por traer aquella tabla perversa a mi casa; ¡a tal punto llegaba mi enajenación!

Luis se cubrió con su abrigo, resignado y negando con la cabeza, antes de salir a la calle.

El viento eran alaridos de fantasmas en la noche sin luna, y su fuerza hacía que la lluvia fuera casi horizontal. Les juro que no recuerdo haber visto jamás una tempestad tan furiosa.

Nos subimos en el coche empapados y sin dirigirnos la mirada, ocupado cada uno en sus pensamientos. Giré la llave de contacto, pero el motor helado no arrancó a la primera: lo hizo al tercer intento, coincidiendo con el ruido poderoso de un choque de nubes.


Hicimos el corto trayecto en completo silencio; Luis, probablemente, maldiciendo el momento en que me enseñó su «juego» y abominando de su viaje al Norte; yo, sin dejar de pensar en el críptico mensaje.

«Ven en mi ayuda».

Parecía estar claro. Si además añadía la palabra «entierro», la cosa no dejaba lugar a dudas: la respuesta tenía que estar en el Camposanto.

¿Qué podía haber ocurrido? ¿Descansaba el espíritu de mi madre en la paz merecida? ¿Y si fuese una locura? Jamás creí en brujas ni espectros, y solía burlarme de los que confiaban su futuro a una bola de cristal o seguían el consejo de unas cartas a la hora de tomar una decisión. ¿No era posible que todo esto fuera sólo fruto de mi mente sugestionada?

En cualquier caso, era ya tarde para dudar.

Detuve el coche frente a la verja oxidada del antiguo cementerio medieval y respiré profundamente observando las olvidadas tumbas a través de sus barrotes.

Mi aterrado compañero, por fin, rompió el silencio con voz apagada:

—¿De verdad quieres entrar ahí ahora?

Aparté mi vista del cristal y la enfrenté con la suya, girando con lentitud la cabeza.

—No hay elección, Luis, tengo que hacerlo.


******************


Bajamos del coche como dos marineros que salieran a la cubierta de un navío con la mar embravecida.

El cementerio está bastante alejado del pueblo, no se puede decir con certeza si para que la cercanía de los muertos no perturbe el sueño de los vivos, o viceversa. Si en el resto del año los visitantes son escasos, en un invierno crudo como este, es un lugar silencioso y desolado. Los altos muros de piedra están cubiertos de hiedra y musgo, y el óxido ha corroído casi por completo el enrejado de hierro de la puerta.

Comprobé que, como era habitual, el candado no estaba cerrado y, tirando de uno de sus barrotes, abrí la reja con esfuerzo, haciendo chirriar sus goznes.
Luis permanecía erguido, haciendo esfuerzos por evitar que el viento le arrancara el inútil paraguas de las manos, sin decidirse a cruzar el umbral tras de mí. Me volví hacia él con la intención de apremiarle a seguir adelante, pero, al ver la palidez de su rostro y su expresión aterrorizada, busqué con mis ojos el punto en el que él fijaba los suyos.

Un animal que hacía honor al apellido de mi fiel amigo nos miraba fijamente, bloqueando nuestro camino. Únicamente podían distinguirse sus ojos dorados, que parecían iluminados por una luz interior.

Nos quedamos hipnotizados durante un momento por aquella mirada. ¿Qué oscuros pensamientos habitaban tras aquellos ojos? ¿Qué clase de amenaza ocultaba aquel ser detestable?

Un rayo rasgó el firmamento y fue a caer en algún lugar a nuestra espalda. Antes de que el sonido de la explosión llegara a nuestros oídos, el animal emitió un bufido y pudimos ver sus blancos y demoníacos colmillos. Cerré mi paraguas y lancé con él un golpe a aquella bestia, que se alejó corriendo unos metros, para escalar a los hombros de un arcángel de mármol que apuntaba al cielo su arco con las alas extendidas. Se giró, y yo diría que sonreía cuando nos miró de nuevo.

—Olvida al gato, Luis —hice una seña para indicarle que me siguiera—. Vayamos al panteón a comprobar que todo está en orden y volvamos a casa.

A aquellas alturas empezaba a darme cuenta de lo fatuo de mi empeño, pero continuaba decidido a llegar hasta el final.

Anduvimos con esfuerzo por el angosto camino enfangado, atravesando un paisaje de cruces y sepulturas. La luz era escasa y la intensidad del aguacero hacía imposible distinguir las formas que nos rodeaban convirtiéndolas en brumosos bultos que, a veces, parecían moverse bajo la lluvia.

El panteón familiar se encuentra en el punto más alejado de la entrada, junto al muro que lo separa del bosque de hayas y encinas. La cúpula de estilo gótico —recuerdo de la grandeza de mis ancestros— está coronada por una gran cruz de piedra negra. Las paredes están envejecidas y, como los muros exteriores del recinto, cubiertas de musgo y humedad. Dos columnas labradas flanquean la entrada y, sobre ellas, un bello dintel que muestra a una joven de cara triste, con el cuerpo apenas cubierto por una tela suave, y dos rollizos querubines a sus lados, que sonríen ajenos a la tristeza de la dama.

Sentí —como siempre— un estremecimiento ante la vista del panteón.

Mi enloquecido corazón aún aceleró su ritmo al descubrir que la oxidada puerta estaba completamente abierta. «Quizás, deseoso de irme, no la cerré bien la última vez que estuve aquí; o talvez algún vecino haya estado curioseando, todo es posible», —razoné, intentando burlarme de mis absurdas supersticiones—.

—Cuando salgamos, no hay que olvidar cerrar bien la puerta.

—¿Cuándo salgamos? —Luis me miró con los ojos de par en par—. Yo no quiero bajar ahí, Román.

Ahora ya es tarde para arrepentirme, pero, en lugar de hacer caso a mi amigo y a mi limitada razón, le convencí para entrar en el Infierno.
Estábamos cubiertos de lodo hasta los tobillos y el agua nos recorría la espalda bajo los abrigos, haciéndonos tiritar.

—Vamos, hombre, adentro al menos no llueve, y todo el mundo sabe que a los gatos no les gusta el agua... —a Luis le costó sonreír ante la broma—. Sólo será un momento. Te confieso que tengo tantas ganas como tú de ponerme ropas secas, calentarme junto al fuego con una buena copa y olvidar todo este despropósito estúpido, pero ya que hemos llegado hasta aquí, acabémoslo.

—¡En buena hora decidí enseñarte mi souvenir! Podríamos estar jugando una plácida partida de ajedrez en tu salón y no en este lugar tan... —Aún intentaba resistirse. Una vez más, no quise escuchar sus sensatas palabras.

—¡Vamos! Lo hecho, hecho está. ¿No creerás que después de lo que hemos leído en ese tablero tuyo, podría quedarme jugando tranquilamente al ajedrez? Echemos un vistazo y, si no vemos nada extraño, volvamos a casa e intentemos olvidar lo ocurrido.

Y Luis suspiró levemente antes de asentir, dándose por vencido de nuevo.

—Bien, bajemos entonces y terminemos de una vez.


Cruzamos el umbral conteniendo la respiración.

Los escalones de piedra son muy estrechos y están redondeados por el paso de los años. Descienden pegados al muro trazando un semicírculo hasta llegar a la cripta. Al traspasar la puerta, el visitante sólo puede ver oscuridad.

Bajamos con lentitud, palpando el muro a nuestra izquierda e inclinándonos contra él, procurando no caer dando vueltas por la resbaladiza escalera.

El olor es más intenso a cada paso al penetrar en las entrañas del panteón; olor a siglos de silencio, a olvido, a muerte... que se introduce por la boca y las fosas nasales, y produce la inquietante sensación de estar profanando algo sagrado, obligando a contener la respiración

La lluvia sonaba como un eco sordo y constante, golpeando las paredes en el exterior.

Una gota caía del centro del tejado, formando un charco sobre el suelo de grandes baldosas, entre cuyas grietas crecen hierbas grises.
Esperamos, al pie de la escalera, a que nuestros ojos se acostumbraran a aquella oscuridad casi total.

Busqué una caja de cerillas en el interior de mi abrigo, maldiciendo en silencio por no haber traído una linterna. Tenía una en la guantera del coche pero era demasiado tarde para regresar a por ella. «Sólo un vistazo», le había dicho a Luis, así que eso haría. ¿Cómo iba a saber entonces que mi destino ya no me pertenecía?


Con la vacilante luz entre mis dedos me acerqué a la lápida de mi madre, intentando contener la emoción ante las letras grabadas.
Nada raro parecía haber ocurrido.

—¿Podemos irnos ya, Román? —Luis no se había movido del último peldaño y contemplaba ansioso mis movimientos— Vamos, todo esto es una locura... Aquí lo único raro que hay somos nosotros. Volvamos a casa...

Sus palabras sonaban en mis oídos como una cantinela lejana, mezcladas con otras a las que mi imaginación ponía voz:

«Ven en mi ayuda».

¿Habría sido una ilusión? ¿Serían mis remordimientos los que habían provocado aquel mensaje? ¿Era mi mente subconsciente la que había movido el aro de metal y elegido las letras? Y si no era así ¿qué tenía que hacer?

«Entierro».

¿Qué quería decir?

La cripta tiene una profundidad de unos cuatro metros y los nichos están excavados en la pared. Las lápidas se reparten alrededor del muro en tres hileras circulares. Algunas —las más antiguas— comparten las urnas con las cenizas de mis antepasados, por falta de espacio. Pero los, por fortuna, escasos nichos ocupados a lo largo de este siglo, son los más cercanos al suelo. Toneladas de tierra les cubren y, no cabe duda de que sus ocupantes están perfectamente enterrados.

No estuve presente en el funeral. ¿Y si ese fuera el motivo? Podríamos celebrar una nueva ceremonia el próximo sábado. ¡Cómo no se me había ocurrido antes!

No sé que fue lo interrumpió mis pensamientos y atrajo mi vista hacia una de las columnas en las que se apoya el arco central. Los nombres de cada uno de mis ancestros y las fechas de sus aniversarios están grabados en ellas.
Me acerqué a las inscripciones y prendí otra cerilla, buscando su nombre al final de la lista.

Lo que pude ver entonces me hizo palidecer, cortándome la respiración y secando mi garganta. Apenas pude proferir una inapreciable llamada:

—Luis...

Bajo el nombre de mi madre, y aún más nítido y reciente, podía leerse con claridad:


ROMÁN LUNATURBIA


¡Mi propio nombre!

En el renglón siguiente, la fecha de mi nacimiento y el año del que apenas habían pasado tres semanas.

No podía creer lo que tenía ante mis espantados ojos. ¡No era posible! ¿Quién podría haberme gastado semejante broma?

Debajo de mi nombre, otra inscripción inacabada e inteligible ponía fin al fúnebre listado.

El fuego me quemó los dedos y tiré el fósforo al charco con una exclamación de dolor. No estoy seguro de si fue la quemadura o los gritos de mi amigo lo que me devolvió a la realidad.

—Román... ¡la puerta, la puerta!

Luis subía corriendo la escalera, señalando a la entrada y chillando como un loco.
Corrí tras de él tan pronto pude reaccionar y ambos caímos, resbalando por los húmedos peldaños, antes de alcanzar la verja, que se cerró delante de nosotros.

No había nadie allí, la puerta parecía empujada por el viento, y pudimos ver como la llave —aparentemente debido al golpe contra las jambas—giraba en la cerradura como empuñada por una mano invisible, encerrándonos.

El instante que permanecimos inmóviles ante aquel hecho insólito fue suficiente para que nuestra desgracia fuese completa. El gato negro que nos había recibido en la entrada del cementerio —juraría que era el mismo— surgió de repente, como el rayo que nos impulsó instintivamente a bajar un par de escalones. Se abalanzó en un ágil salto desde lo alto de la cúpula hasta la llave de nuestra mazmorra, que salió de la cerradura, cayendo sobre el barro

Aquella criatura de Satanás rodó por el suelo y de sus entrañas surgió un maullido angustioso; pero mucho antes de que ninguno de nosotros hiciera un movimiento para alcanzar la llave, se recompuso y la atrapó con sus fauces.
Aún nos miró mientras de alejaba despacio, satisfecho, entre la iracunda tempestad.

Luis gritó, maldiciendo e implorando ayuda, inútilmente, mientras comprobaba hasta desfallecer la resistencia de los barrotes que nos condenaban.

Yo descendí de nuevo los estrechos peldaños hasta la oscura cripta, confuso.
La inscripción en la columna era ya fácilmente comprensible. Apenas me sorprendió lo que pude leer en ella, consumiendo mi última cerilla:


LUIS GATONEGRO


Me senté en el piso mojado, junto a la tumba de mi pobre madre, invadido por las dudas y las preguntas: ¿Por qué razón me había hecho venir? ¿Cuál era el motivo de esta condena a muerte? ¿Tan grande era mi culpa como para sentenciarme a este agujero de muerte? ¿Y por qué a Luis también? ¿Qué daño podía haber hecho él?


Cuando los sollozos de mi buen amigo se fueron calmando, en el panteón sólo podía oírse el sonido de la tormenta y una gota estrellándose en el charco del suelo, una y otra vez. Las venas de mis sienes latían con fuerza al mismo ritmo monótono, provocándome un insoportable dolor de cabeza.

Sentí un repentino escalofrío. La temperatura del aire pareció descender de pronto; mis oídos se taponaron, como cuando se asciende a una gran altura, y una extraña sensación de vacío inundó el habitáculo.

Han pasado ya tres días, la tormenta no ha cesado aún y nuestras esperanzas se han diluido como nuestra razón.

En mitad de la oscuridad, casi absoluta, pudimos oír aquella voz tenebrosa, lejana y profunda, viscosa, que parecía atravesar los muros, llegando en todas las direcciones y en ninguna, que resonaba en los oídos como si saliera de nuestro interior. Una terrible voz del fondo del Averno que, con tono burlón y cruel, pronunció las palabras que nos hicieron comprender el error...


«Aquí también se miente, Román.»

19 comentarios:

Anónimo dijo...

que miedo.. a mi ese "juego no me gusta" .. tendre que esperar al próximo post para saber si era tu madre... que suspenso!!



Anónimo dijo...

Así que tú también sentiste curiosidad por el invento ese maléfico... pero encima elegir como compañero de juegos a Gatonegro, eso ya roza casi el colmo de la provocación. Sigo con interés cada uno de tus relatos, y aunque el anterior no te lo comenté,fué más que nada por no halagar tu elegante estilo continuamente. Que te conste.

Besos, escritor.



Terminus dijo...

Hija de Zeus:
A mi tampoco me gusta ese «juego».
Creo que es un mecanismo que activa fuerzas que no conocemos, y, como todo lo desconocido, me provoca mucho respeto.
Espero que te guste el final... ya queda poco.
Saludos.



Terminus dijo...

Hola, Inma:
No me molesta en absoluto que me halages... ;) Tampoco lo haría que me criticases ferozmente, llegado el caso. Halagos y críticas son bien recibidos cuando son bien intencionados.
Lo de Gatonegro parece masoquismo, pero habrá que conocer el apellido de Román... No puede desentonar.
Los cuentos de terror no son mi fuerte; esto es un especie de experimento literario que surge de una psicofonía real que escuché hace algún tiempo.
Me cuesta mucho conseguir el ambiente que busco y dudo mucho de conseguirlo. Espero sentencia al respecto... ;)
Prometo el final en una tercera y próxima parte.
Besos.



Anónimo dijo...

Lo que quiero que me expliques es si se trata de una creación literaria tuya o de una experiencia real pues yo asistí por curiosidad a una sesión de ese tablero en Valencia y me di cuenta de que era un fraude: el vaso lo movíamos nosotros con los dedos, siempre había alguno que lo apoyaba y lo movía. No volví más. El relato en sí es perfecto: intrigante,ameno y comunicador de sensaciones. Eres genial.Saludos.



Anónimo dijo...

Muy bien.. que puede ser? y si será tu madre? seguire esperando..



Terminus dijo...

Bueno, aquí está, ya completo (o eso creo).

Juan, todo es ficción, claro.
Siendo todavía niño pude ver algunas sesiones de espiritismo, pero nunca nada serio de verdad. Siento gran respeto por el tema y no se me ocurriría tomarlo la ligera. Hay gente muy seria que investiga estos fenómenos, que, aunque no consigamos explicarnos, existen realmente.
La última frase (con otro nombre) es lo único real de la historia y pertenece a una grabación «psicofónica» (o como quieras llamarlo)que oí hace tiempo y que, fuese lo que fuese, resultaba impresionante.

Tengo que agradecerte tus siempre halagadoras y bien apreciadas palabras.
Un abrazo.



Enigma dijo...
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Enigma dijo...

Magnifico, soberbio, me encanto... la ultima frase le da sentido a toda la obra lo que hace que el lector este al borde (al menos me paso a mi) de la silla esperando el porque, increiblemente humano y fantasioso, artificio que hace la genialidad.

Me encanto, enhorabuena, clap clap clap

Saludos y esperamos la siguiente entrega

El Enigma
Nox atra cava circumvolat umbra



Anónimo dijo...

Terrorífico, alucinante...y eso que lo acabo de leer al filo del mediodía con un sol deslumbrante que si lo llego a dejar para una noche cerrada de tormentas...no se yo si hubiese conciliado un sueño relajado.

Bárbaro, Terminus.



Terminus dijo...

Hola Enigma.
Gracias por esos adjetivos.
Me satisface arrancar tus aplausos.
Lo que cuentas en tu blog sí que es escalofriante de verdad (de las fotos ni hablamos). Al lado de esa realidad, cualquier ficción se queda pequeña.
Saludos



Terminus dijo...

Hola, Inma:
Supongo que se le sacaría más jugo de noche, sí. De hecho, no hubiera podido escribirlo de día...
Me alivia que te parezca terrorífico porque, bueno, ese es el propósito en este caso, y, como siempre, no estaba seguro de conseguirlo... ;)
Un abrazo.



La Hija de Zeus dijo...

Fabuloso!! me mantuvo pegada a la pantalla hasta el final, tratando de adivinar a cada paso lo que pasaría, el porque de todo aquello.. estupendo final.
Felicitaciones!



Anónimo dijo...

Terminus:
Te felicito, me lo leí de un tirón. No estoy de acuerdo contigo en que no sea tu fuerte escribir este tipo de historias. Yo tampoco creo en espíritus sin embargo, si te contara...
B. Miosi



JUAN PAN GARCÍA dijo...

Hola,terminus: Vuelvo porque has mencionado la palabra pSicofonía. Yo tengo un amigo en Madrid que las ha estado haciendo en el interior de un palacio, creo que es muy famoso en la capital y lo han nombrado en TV.
Dije antes que cuando asistí a una sesión de la tabal esa fue un fraude, pero eso no dice que yo no crea en las ciencias paranormales,he vivido en el Transvaal sudafricano y he visto cosas en un poblado zulú que me erizaban los pelos. Un abrazo.



Terminus dijo...

Gracias, Zeucita; me alegra mucho que te haya gustado.



Terminus dijo...

Hola, B. Miosi:
Te agradezco la opinión que me anima a intentar algún otro...
Creo que estas historias son más fáciles de imaginar que de contar. El ambiente, la tensión, evitar tópicos... son un montón de escollos.

No es que no crea en los espíritus, creo que hay algo para lo que no tenemos explicación, y eso me hace respetar mucho el tema y me provoca, a la par, mucho interés.
¿Si me contaras? Cuenta, cuenta... ;)

Un abrazo.



Terminus dijo...

Hola, Juan:
Probablemente sea en el Palacio de Linares. Allí ocurren «cosas» con frecuencia y se han obtenido muchas grabaciones. Ha aparecido varias veces en televisión y radio. Es fácil que haya escuchado alguna vez a tu amigo.
Hay historias increibles.
Seguro que esas experiencias sudafricanas son buen material para un relato.
Un abrazo.



Anónimo dijo...

Pues si de contar se trata, te diré que escribir sabiendo que otra persona lo está haciendo a través tuyo, me ha sucedido. Lo dejé de hacer porque me sucedieron muchas cosas indeseables.
B. Miosi



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