Estación Terminus: Monigotes

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... Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.

Así es como se refiere Truman Capote en el prefacio de su
Música para camaleones al quid de la cuestión creativa.
Todo el que ha dedicado alguna vez su tiempo y su inteligencia a inventar y contar una historia sabe que los primeros escritos enganchan; nos satisface ver el producto de nuestra imaginación materializado en algo palpable. Comenzamos a juguetear con las palabras, a dar forma a conversaciones, a escenarios, a personajes inexistentes. Es como una droga suave. Al principio pensamos que tenemos el control, sólo los fines de semana, nos hace bien en días alternos. Pronto se convierte en obsesión. No eres tú quien marca los tiempos. Has abierto la caja de los truenos de Pandora. No es fácil advertir (ni admitir) que te has convertido en un yonqui masoquista. Te has colocado los grilletes.

Capote continúa:

[...] Al principio fue divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y entonces cayó el látigo!

Y cayó sin piedad. Don Truman sabía de lo que hablaba. Este es precisamente el peor momento: cuando deja de ser divertido. Ya no disfrutas realmente, al contrario, sufres un vía crucis de dudoso final, cada vez que te sientas a discutir contigo mismo delante de un papel en blanco. Pero no puedes dejar de hacerlo.
Ahora
conoces la diferencia. Es imposible obviarla y hacer como si nada hubiera cambiado. Ahora sabes que escribir no es rellenar folios, no es engordar párrafos. Es un martirio, y una obligación. No es una cuestión de reglas ni preceptos. Puedes aprender ortografía y gramática como quien aprende a manejar el lápiz y el pincel, pero nadie enseña a crear un monigote de verdad...


Todo empezó una tarde a finales de un diciembre especialmente sombrío. Pinté un monigote. Eso fue todo. Qué sé yo, me deje llevar. Estaba bajo de moral y agarré una tiza. Fue un impulso, no lo pensé dos veces. En un rato, que no sé si fue corto o largo porque lo pasé en trance, el monigote estaba ahí, en la pared. No era nada especial pero tenía su gracia. Cabeza, pies, manos... era coherente y con cierto estilo. No pintaba monigotes desde que era un niño, era algo que tenía olvidado, pero recordé entonces, ahí, ante mi nueva obra, que ya en la escuela primaria apuntaba algunas dotes creativas. Claro que nunca tomé en serio mi habilidad. ¿Quién en su sano juicio se tomaría en serio eso de pintar monigotes? Por muy bien que se le de a uno... Hay otras cosas, como la abogacía o la ingeniería aeronáutica, mucho más serias, a las que dedicarse. Así que olvidé mi vocación artística. Nada de monigotes.

Hasta ese diciembre.

Ahora se abría una nueva perspectiva. Resultaba imposible hacer como si no hubiera sucedido nada. El monigote
estaba ahí. Delante de mí. Y no estaba mal, incluso recibí algunos halagos por él, pero distaba mucho de ser perfecto. Era algo demasiado evidente para mí. Podía hacerlo mejor. Era un reto al que no podía, ni sabía cómo, dejar de enfrentarme.

Entonces dejó de ser divertido. Obligado por una certeza desconocida, he dedicado mi tiempo a tratar de aprender todo cuanto se conoce sobre el dibujo de monigotes. A beber de todas las fuentes clásicas, de los eruditos en el arte de dibujar monigotes. He experimentado con distintos trazos, colores, superficies. He pintado vallas, paredes, aceras. He hecho monigotes rojos, grises, azules, fucsias y bermellones, mezclado tizas con acuarelas, alternado oleos con carboncillos. He dibujado durante años sin descanso y llenado el paisaje de monigotes de todos los estilos conocidos. Pero aún hoy no he encontrado lo que buscaba. No puede decirse que esté satisfecho.

Tengo que decir que hay personas que, aunque siguen mirándome un poco raro, reconocen un cierto talento en mis monigotes. Claro que sus opiniones suelen ser las de una madre: bienintencionadas pero no del todo ajustadas a la realidad. Ellos piensan en el fondo
, cariñosamente, que te iría mejor si te centraras en la oficina.

Cuando miro alguna de las viejas paredes pintadas me veo obligado a admitir, con reparos y en contra de mi prudente modestia, que existen monigotes mucho peores que los míos. Pero eso no me consuela en absoluto. Yo quiero monigotes que no puedan olvidarse una vez vistos. Que arranquen sonrisas o lágrimas o escalofríos, y que sean sinceros. No es fácil lograr todo eso con un trozo de tiza.

Lo cierto es que tengo momentos de duda: ¿y si los monigotes no fueran definitivamente lo mío? Quizás no haya nacido para esto, me he dicho en alguna ocasión, frustrado ante otro boceto imperfecto. Y he intentado dejarlo, desengancharme, olvidarme de los monigotes, pero no puedo sacármelos de la cabeza. Cuando menos lo espero, viendo un programa de televisión o conversando con la vecina en el ascensor, tengo una alucinación, una suerte de éxtasis visionario, y veo ante mí la imagen preclara del monigote definitivo, ese que sé que no existe, y entonces resulta imposible impedirme salir a la carrera en busca de un trozo de pared en blanco... sólo para volver al punto de partida. Otro monigote a la papelera. Así son las cosas. No tengo remedio. En realidad,
el monigote soy yo.

3 comentarios:

Eme dijo...

Ciertamente, es un placer reencontrarte.



Terminus dijo...

Gracias, Eme. El placer es del reencontrado, es decir, de un servidor.
Saludos.



Sierra dijo...

Qué curioso. Yo solía venir por aquí... hasta que dejaron de aparecer nuevos textos. Supongo que habré llegado entonces por Eme, porque en su blog encontré tu comentario y tardé un rato en recordar... Eso.

Me ha gustado el texto en particular, pero a mí me parece que escribir sin disfrutar es una cosa criminal, considerando todo el daño que hace: hectareas de selva perdidas, egos inflados, la inconcebible fatuidad de los especialistas, la imbecilidad de los editores que sugieren cortar precisamente los párrafos importantes, miles de páginas de gente que no encuentra nada mejor que escribir sobre lo escrito, y todo eso sin hablar del irreparable mal que hace un buen autor arruinándole la vida —que podría haber sido perfectamente feliz— a los lectores desprevenidos. Si todo eso ha de suceder sin gozo y voluptuosidad... es como violar a una niñita por hastío.

Escribir es difícil, desde luego; y termina —como cualquier droga seria— por matarte; pero, ¡ah!, ¡la voluptuosidad!

No me vas a decir que no gozas cada monigote, que desearías poder hacer monigotes todos los días, que quieres que el siguiente monigote, ese sí, ahora sí, este si que sí, el siguiente...



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